La Real Academia de San Luis, nos ha invitado a todos los académicos ,en el quinto centenario del nacimiento de Teresa de Jesús a participar en una exposición que tendrá como lema ”Académicos ante Teresa de Jesús. Una nueva visión de su iconografía”.
La obra debía ir acompañada de un texto que Antón Castro ha escrito para la ocasión.
CARTA DE UNA ACUARELISTA A TERESA
Antón CASTRO
Teresa: Seguro que sabes mejor que nadie que Antonio Machado, uno de mis poetas favoritos, dijo que quien habla consigo a solas espera hablar con Dios algún día. Machado es un poeta del paisaje: de la impresión certera, de la luz, de los árboles, un cantor que busca la hondura desde la melancolía. No tienes porque conocerme pero yo, modesta acuarelista, pintora de color y del agua, me siento una artista del paisaje. Y, por extensión, una mujer en el camino. ¿Qué busco? No lo sé: sensaciones, visiones, emociones. Busco el espíritu del campo –te digo, ya de paso, que otro de mis libros más amados es Las cosas del campo del poeta Antonio Muñoz Rojas-, busco la armonía del silencio, la música de los pinos y de la fronda, ansío formas de conmoción que no son fáciles de explicar. A veces, en medio de tanta majestuosidad, me siento diminuta, invisible, algo menor que una mota o una brizna imperceptible del bosque. Y ahí, en los montes, en la ribera de un río, en la umbría de un sendero no sé si inexpugnable o interminable, en el corazón mismo de la selva en sombra, ahí, me siento dichosa. Me abandono. Adormezco con los ojos bien abiertos: quiero decir que medito, que invento, que voy y vengo de mi corazón a mis asuntos, de la gozosa perplejidad ante cuanto veo a mis papeles, a mis pinceles. Te parecerá raro: a veces, concentrada y acaso ausente, tengo la sensación de que soy otra, de que me elevo por los aires y de que mi alma flota. Me siento pájaro, ráfaga de aire, relámpago, me siento nube, centelleo, latido de fuegos al crepúsculo. Tengo la extraña sensación de que levito, de que me voy tras mi cabeza: eh, quédate, para, para, afírmate aquí, détente, que me desplomo en los abismos. Le digo eso. No sé si puedes creerme. Bueno, sí me puedes creer, claro. He leído muchas veces tu Libro de la vida. Y no sé si ha sido un impulso para mis anhelos, una coartada de creación o ha despertado en mí una afinidad inefable: el deseo de ser como tú, de sentir hasta el puro éxtasis.
Querida Teresa, pensarás que me he vuelto loca. Sí y no: la locura es existir persiguiendo un sueño. ¿Y qué es un sueño: un ideal, una imagen, una atmósfera, un amasijo de colores o sencillamente ese instante único, incomparable, que no alcanzas a describir con palabras?
Como te puedes imaginar adoro las cúspides. Son una metáfora. La cima del universo y de ti mismo. Ese lugar donde siempre deseas estar: contemplas el mundo, el mundo te ve y a la vez eres prácticamente invisible. Y ahí, en esa soledad habitada, piensas en ti y en los otros. En el amor, en la muerte, en los amigos, en tus mejores noches, en los días de pasión y reposo junto al mar. Vivimos hacia afuera y hacia dentro con el temblor de las estaciones. Claro que me gusta el sol. Y anda por ahí, ramificándose, con sus ríos arteriales de oro, como si te invitase una y otra vez al deslumbramiento. Me gusta el sol, que se puede volver cegador, como la felicidad o la desesperación. Como la carne del amor o la suavidad de una hoja de maíz mecida por el aire. Pero aún más me gusta la nieve. Permíteme que sea un poco vulgar, Teresa. Me encanta esquiar. La lisura intacta, ese corazón tan blanco y desplegado sobre la mole oculta de las colinas, la exactitud del olvido. Me deslizo, zigzagueo, me dejo ir y mis ojos se inflaman de naturaleza. Se atropellan de inmensidad, de hermosura y de pureza. A ese placer físico, que quizá también sea salaz (al fin y al cabo se te estremece la piel y hasta las sienes), se suma otro indecible, cósmico tal vez, ilusorio y a la vez real, que te vuelve materia espiritual. Ascensión o desmayo.
Querida Teresa, quizá te parezca excesivo lo que te voy a decir. Tengo sueños todos los días. Creo que rara vez son pesadillas. Ayer mismo tuvo una visión que fue una certeza: te vi esquiar, arrebatada, segura, ebria de felicidad. Te vi con tanta nitidez que lo único que tuve que hacer fue coger mi cuaderno, mis pinceles, mis colores, y aquí estás. Eres tú. Eres mi amiga, mi consejera, eres tú, sobre la nieve y cerca del bosque, rabiosamente feliz e intemporal. Sabía que más tarde o más temprano ibas a aparecer desde el fondo del tiempo o desde el confín de los siglos para habitar una de mis acuarelas. Así te he visto: así eres. Gracias.